Nota edición Blog: Es importante tener en cuenta todos estos aspectos, pero deben estar acompañados de estudios serios sobre las necesidades reales de profesionales en determinadas áreas. Es un engaño a la comunidad ofrecer expectativas de trabajo donde no los hay.
Las revelaciones de los últimos días respecto a la forma en que se venía administrando la Universidad San Martín –que a su vez dieron pie a indagaciones acerca de la situación financiera de otros centros educativos, que también son objeto de sospechas– han servido no solo para poner en evidencia cómo los propietarios de esta universidad malversaban los dineros que los alumnos pagaban, sino para reabrir una necesaria discusión sobre la educación superior en Colombia.
Antes de abordar el debate es preciso recordar que en los últimos cincuenta años la sociedad colombiana se ha transformado por causa de la migración de buena parte de la población rural, que, por diferentes motivos, ha optado por establecerse en los centros urbanos. El crecimiento económico sostenido de la última década, entre otros, ha permitido un incremento significativo de la clase media y un aumento notable de la capacidad de consumo de los ciudadanos. Son todos factores que explican el que cada vez sean más los bachilleres que aspiran a ingresar a la universidad.
Por desgracia, la oferta de educación pública no ha crecido al mismo ritmo, por razones que no viene ahora al caso considerar. Así las cosas, son cada vez más los jóvenes que terminan la secundaria y, sin los recursos para costear una carrera en una de las universidades de élite, tienen como única alternativa acudir a instituciones peyorativamente denominadas “de garaje”, a las que la ley vigente solo les permite funcionar en calidad de fundaciones sin ánimo de lucro.
Más allá de la codicia desmedida de los dueños de la Universidad San Martín –desde cualquier punto de vista reprochable–, esta realidad crea unos incentivos perversos para que los propietarios de dichos planteles le hagan el quiebre a la ley valiéndose de todo tipo de maniobras, algunas de carácter ilegal, como las que se han descrito en los informes publicados en este diario, para obtener lucro y, por cierto, y no menos relevante, con menores obligaciones tributarias. Todo ello, además, sin que exista un ente estatal que ejerza vigilancia y control sobre su contabilidad. De ahí que expertos insistan en la necesidad de crear una superintendencia que cumpla con esas tareas.
En un plano más general, hay que decir que, si la educación tiene el lugar prioritario en la agenda del Gobierno, como lo ha planteado el presidente Juan Manuel Santos, tal condición no solo debe reflejarse en el éxito del programa de entrega de becas, en alcanzar una mayor cobertura de la educación pública o en el anhelado salto cualitativo. En el mismo nivel de importancia se encuentra el hecho de ofrecer a quienes confían su dinero y buena parte de sus anhelos a estas instituciones la garantía de que no serán defraudados.
Y es aquí donde resulta inevitable retomar la opción de armonizar el componente ético de la educación –que es un derecho– con la posibilidad de que particulares obtengan lucro por encima de la mesa, bajo el ojo vigilante del Estado y pagando impuestos, alternativa que hace tres años fue planteada, cuando se discutió la fallida reforma de la educación, liderada por la entonces ministra, María Fernanda Campo, pero que una coyuntura así conduce a considerar de nuevo.
Avanzar en esta dirección exige la revisión de algunos paradigmas y obliga a ciertos sectores a pensar más en el bienestar general, en el futuro de millares de jóvenes, que en lo que dicta tal o cual doctrina. editorial@eltiempo.com
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