Hora de ver morir la Ley 100


La Ley 100 acabó con la profesión médica en este país. Los médicos están en la mitad de un fuego cruzado de maldiciones.


La semana pasada, un bebé de dos meses murió en una ambulancia en Santa Marta. La ambulancia llevaba más de una hora estacionada frente a urgencias del Hospital Universitario. Los médicos de urgencias estaban enterados de que la niña estaba grave. El hospital también. Y los padres, que pensaron que lo peor había pasado cuando por fin la sacaron del municipio de Fundación, no esperaban semejante noticia. No esperaban encontrarse de frente con este sistema de salud indolente que se inventaron en Colombia, inventado por políticos no menos indolentes para llenar las arcas de empresas privadas.

Hace 30 años las personas más importantes de los pueblos eran el médico, el cura, el maestro, el alcalde y el gerente del banco. Con el tiempo, los primeros que salieron de ese selecto club de humanistas fueron los maestros. Luego los médicos y, últimamente, el cura. Ahora las personalidades son el alcalde y el gerente del banco. Política y negocios solamente fue lo que quedó. Moriremos ignorantes a las puertas de un hospital, y un cura nos despedirá en el cementerio mientras, en algún club, se lanzan voladores para la elección de un político cualquiera, que estará abrazado con el gerente del banco y algunos gerentes de empresas privadas.

La Ley 100 acabó con la profesión médica en este país. Los médicos están en la mitad de un fuego cruzado de maldiciones. Por un lado, el Estado los obliga a pasar de largo por su juramento de Hipócrates, por el otro los pacientes los maldecimos diariamente porque vemos disminuida con severidad la calidad del servicio. Los medios de comunicación no pueden decirlo más. Lo han dicho desde hace más de 10 años. Le han enrostrado al Estado el 'paseo de la muerte', han clamado para que alguien tenga la autoridad de mandar para el carajo esa ley inservible.

Alejandra Lineros murió también en una clínica, luego de diagnóstico equivocado de los síntomas que presentaba. Le recetaron pepas para un dolor de estómago, cuando la niña tenía una forma violenta de diabetes. Tres días después la niña regresaría a la misma clínica, y esta vez no volvería a salir. Murió. A sus 11 años murió, cuando hubiera podido vivir si hubieran atacado su mal en la primera cita. La clínica redactó un impecable comunicado de prensa, en donde, palabras más o menos, culpa a los padres porque no dijeron que la niña padecía de esa forma de diabetes. Los padres no entienden cómo es eso. La idea es que sean los médicos quienes acierten con la enfermedad que uno tiene, y que luego actúen en consecuencia. Los padres, obviamente, claman justicia. Seguramente hay una investigación en donde se cuestiona la actuación del médico y de la clínica. Pero el problema no se solucionará con un fallo a su favor en este caso. Más niños, más madres, más hombres, más jóvenes, más seres humanos seguiremos en riesgo de ser mal atendidos en clínicas y hospitales mientras esa terrible, macabra e indolente Ley 100 continúe con vida.

Los médicos deberían hablar duro. Usar los micrófonos de la prensa para denunciar públicamente los desmanes a los que los obliga la maldita ley. Esa ley debe desaparecer de una vez y para siempre. Que muera después de tanta muerte que ha causado ¿Tendremos a alguien que nos represente en ese sentido? La ley de salud que venga no puede llamarse con un número. Eso, de alguna manera, habla del talante de los políticos que la inventaron. La naciente ley de salud debería llamarse Ley Alejandra de Salud. Para recordarla. Para que recordemos que se trata de un sistema de salud para seres humanos. Sólo así, pienso, el Estado podrá mitigar en parte los daños causados durante los últimos 20 años. Y los padres de Alejandra, y los parientes de todos aquellos que murieron en parecidas circunstancias, sentirán algo de justicia, aunque el daño sea irreparable.

Cristian Valencia
cristianovalencia@gmail.com

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