Por:
                    CRISTIAN VALENCIA
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La semana pasada, un bebé de dos 
meses murió en una ambulancia en Santa Marta. La ambulancia llevaba más 
de una hora estacionada frente a urgencias del Hospital Universitario. 
Los médicos de urgencias estaban enterados de que la niña estaba grave. 
El hospital también. Y los padres, que pensaron que lo peor había pasado
 cuando por fin la sacaron del municipio de Fundación, no esperaban 
semejante noticia. No esperaban encontrarse de frente con este sistema 
de salud indolente que se inventaron en Colombia, inventado por 
políticos no menos indolentes para llenar las arcas de empresas 
privadas.
Hace 30 años las personas más importantes de los pueblos eran el 
médico, el cura, el maestro, el alcalde y el gerente del banco. Con el 
tiempo, los primeros que salieron de ese selecto club de humanistas 
fueron los maestros. Luego los médicos y, últimamente, el cura. Ahora 
las personalidades son el alcalde y el gerente del banco. Política y 
negocios solamente fue lo que quedó. Moriremos ignorantes a las puertas 
de un hospital, y un cura nos despedirá en el cementerio mientras, en 
algún club, se lanzan voladores para la elección de un político 
cualquiera, que estará abrazado con el gerente del banco y algunos 
gerentes de empresas privadas. 
La Ley 100 acabó con la profesión médica en este país. Los médicos 
están en la mitad de un fuego cruzado de maldiciones. Por un lado, el 
Estado los obliga a pasar de largo por su juramento de Hipócrates, por 
el otro los pacientes los maldecimos diariamente porque vemos disminuida
 con severidad la calidad del servicio. Los medios de comunicación no 
pueden decirlo más. Lo han dicho desde hace más de 10 años. Le han 
enrostrado al Estado el 'paseo de la muerte', han clamado para que 
alguien tenga la autoridad de mandar para el carajo esa ley inservible.
Alejandra Lineros murió también en una clínica, luego de diagnóstico 
equivocado de los síntomas que presentaba. Le recetaron pepas para un 
dolor de estómago, cuando la niña tenía una forma violenta de diabetes. 
Tres días después la niña regresaría a la misma clínica, y esta vez no 
volvería a salir. Murió. A sus 11 años murió, cuando hubiera podido 
vivir si hubieran atacado su mal en la primera cita. La clínica redactó 
un impecable comunicado de prensa, en donde, palabras más o menos, culpa
 a los padres porque no dijeron que la niña padecía de esa forma de 
diabetes. Los padres no entienden cómo es eso. La idea es que sean los 
médicos quienes acierten con la enfermedad que uno tiene, y que luego 
actúen en consecuencia. Los padres, obviamente, claman justicia. 
Seguramente hay una investigación en donde se cuestiona la actuación del
 médico y de la clínica. Pero el problema no se solucionará con un fallo
 a su favor en este caso. Más niños, más madres, más hombres, más 
jóvenes, más seres humanos seguiremos en riesgo de ser mal atendidos en 
clínicas y hospitales mientras esa terrible, macabra e indolente Ley 100
 continúe con vida.
Los médicos deberían hablar duro. Usar los micrófonos de la prensa 
para denunciar públicamente los desmanes a los que los obliga la maldita
 ley. Esa ley debe desaparecer de una vez y para siempre. Que muera 
después de tanta muerte que ha causado ¿Tendremos a alguien que nos 
represente en ese sentido? La ley de salud que venga no puede llamarse 
con un número. Eso, de alguna manera, habla del talante de los políticos
 que la inventaron. La naciente ley de salud debería llamarse Ley 
Alejandra de Salud. Para recordarla. Para que recordemos que se trata de
 un sistema de salud para seres humanos. Sólo así, pienso, el Estado 
podrá mitigar en parte los daños causados durante los últimos 20 años. Y
 los padres de Alejandra, y los parientes de todos aquellos que murieron
 en parecidas circunstancias, sentirán algo de justicia, aunque el daño 
sea irreparable.
Cristian Valencia
cristianovalencia@gmail.com

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