Hubo un momento, de cuando yo dictaba clases de literatura en el colegio (es decir, “hubo una vez”), que me pareció evidente la transformación, el empobrecimiento interior de mis alumnos. No hablo de moralidades. Tampoco olvido que, en aquel grupo de hace una generación, había personas sorprendentes a salvo en la compasiva educación de sus propias casas. Quiero decir que la última vez que fui profesor –una vocación que vive en mi familia– tuve clarísimo que, por cuenta de los experimentos ministeriales y de la codicia de las escuelas, ya no tenía estudiantes sino clientes, que podrían haber exigido su dinero de vuelta pues a los 17 no sabían qué era una esdrújula, y que hablarles de las novelas de siempre, luego de que un pedagogo les pusiera de castigo leer El Quijote, era toda una proeza.
Dice mi maestro, Marcel, que no todo tiempo pasado fue mejor. No es eso, pues, lo que yo digo. Digo que un día la escuela dejó de ser aquel lugar escalofriante donde la letra entraba con sangre: ¡Abajo el colejio!, escribió Geoffrey Willans en 1953; “Teachers! Leave them kids alone!”, cantó Pink Floyd después. Cuento que fui testigo del momento en el que se fue todo al otro extremo y empezó a dar sus frutos muertos eso de tratar a los alumnos con la condescendencia, con la culpa, con la zalamería de un recreacionista de piscina. Pobres niños de 7, 12, 15 años: que no tengan tareas, que no les pongan notas, que sus profesores sean sus empleados, que sus padres sean sus cómplices, que sus sicólogos certifiquen su “problema” y sus semanas de receso alivien tanto estrés. Yo lo vi. Fue a comienzos de siglo. Desde entonces el rito de la educación –la puesta en escena del mito– no ha sido nada fácil para nadie.
Ha sido a partir del día en el que se publicaron los resultados de las pruebas Pisa, que señalaron los serios problemas de los estudiantes colombianos a la hora de descifrar lo que tienen enfrente, que no he podido dejar de pensar (dañaron a Petro, vino la Navidad, 2013 se volvió 2014, y yo seguí pensando) que hoy más que nunca parece fundamental que respaldemos a los profesores. Qué es “hoy”: hoy, que se está consiguiendo que más ciudadanos puedan pagarse la vida, pero que aún no se les ve a los gobiernos la voluntad para conseguir la equidad desde la educación. A qué me refiero con “respaldar a los profesores”: a devolverles la dignidad, la paciencia, la preparación y la retribución para enseñar a poner en escena e interpretar las cosas del mundo.
Sé, porque lo he visto, que a los colegios les cuesta seguirles el paso a los alumnos de hoy. Que siguen sirviéndoles a los niños como un simulacro de lo que será la vida en esta sociedad llena de comillas y paréntesis y peros que trata de sobreponerse a su violencia, y sin embargo tanto la precariedad de los colegios públicos como el quietismo de los privados han dado a toda una generación de autodidactas la idea de que se entra a los salones a cumplir con un trámite, a aparentar una escuela. Cómo educar a aquellos que se ven tan lejos de los discursos de los poderes de siempre, que poco les temen a los vigilantes de lo que pasa por dentro. Cómo conseguir que el colegio no sea la prueba de las desigualdades, sino su crítica. Cómo devolverles a los profesores la autoridad que han perdido a manos de los “apreciados padres de familia”, cómo sacudirles estas auras de niñeros que poco pueden levantar la voz porque –según sus clientes– “no les están pagando para eso”. Cómo lograr que en la escuela el dinero no sea una compra sino una inversión.
Basta tener la voluntad. Basta que esta sociedad responda “sí”, por fin, a la pregunta de si está preparada para elegir como meta el camino largo de la educación.
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Ricardo Silva Romero
Ricardo Silva Romero
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