Juegos de Palabras


Juan Esteban Constaín
Epsa 'l' que falta en ellas las vuelve una pieza de colección. Ahora no son solo medallas esas medallas, ahora son también un juego de palabras.

Adoro a Cali y puedo decir que camino por ella como si hubiera nacido allí, comiendo manga en el parque de Las Banderas o chontaduros en la plazoleta de San Francisco. Muchas veces cierro los ojos solo para acordarme de la brisa en el río a las cuatro de la tarde, lulada en mano, o para hacer en la mente esa ruta que hice tantas veces entre la Librería Atenas y Balocco, el mejor restaurante italiano del mundo, en la Sexta, al lado del Edificio Corkidi, donde se mató Andrés Caicedo. Con decirles que si me abandonan mañana en la mitad de Vipasa, como al famoso gato, logro salir.

Así que yo también estoy indignado por el precario cubrimiento que los medios de comunicación y el “país nacional”, en especial la televisión privada, les han dado a los Juegos Mundiales, no solo porque sean unos juegos muy importantes –y aun si no lo fueran, pero es que sí lo son–, sino porque la organización ha sido impecable y ese es un hecho que tiene un valor simbólico que quizás muchos ignoran afuera: el de una ciudad que fue ejemplo y modelo en el país, durante décadas, y que luego se hundió con sus pecados y sus plagas. Y ahora empieza a levantar cabeza otra vez.

Pero la noticia de los juegos esta semana no fue su organización, ni los deportistas ni las competencias ni el clima, sino una anécdota como sacada de Mr. Bean de la que en un minuto hicieron leña, y con razón, las lenguas de fuego, los ingenios viperinos de las redes sociales y los mentideros en toda Colombia, cuyo principal talento es el sarcasmo, la capacidad inmediata para burlarse como nadie de lo que somos, de nuestras tragedias y chambonadas, de nuestros delirios y desatinos. Este país es una película de Fellini, en el mejor de los casos.

Tenía que ser acá, dónde más. Las medallas de los Juegos Mundiales no decían “World Games”, en inglés, sino “Word Games”: Juegos de Palabras, más o menos. Como si fuera un chiste o una idea de Monty Python o de Les Luthiers, que si a alguien se le hubiera ocurrido de veras no habría salido así de bien. Y quién dijo miedo: en un segundo la noticia se regó por el mundo (We are the word) y las carcajadas y los calambures reventaban en Twitter como crispetas. Por un gazapo que a mí, lo juro, no me parece tan grave ni tan malo; al revés.

Hace dos días, en estas mismas páginas, el gran Fercho Quiroz decía con razón que no deja de ser curioso que nos indigne y escandalice tanto un gazapo en inglés, cuando cada vez hablamos y escribimos peor en nuestra propia lengua, y maltratamos sin piedad su sintaxis y su ortografía, su semántica, hasta su morfología. Al punto de que algún día, decía Fernando, alguien nos va a tener que recordar cómo se llaman las cosas en español. Algo que ya está ocurriendo, y no solo para redactar medallas y telegramas: basta leer u oír a un político colombiano para preferir de lejos el espanglish o el esperanto, o aun un idioma mejor: el silencio.

Pero además hay otro mérito en estas medallas y erratas (“eratas”) que debería ser el argumento para que el director de los Juegos Mundiales no vaya a cumplir su promesa de recogerlas y corregirlas. Por favor, no. Me refiero a su condición excepcional: al hecho casi poético de que esa “l” que falta en ellas las vuelve una pieza de colección que con los años tendrá más valor para quienes las recibieron. Ahora no son solo medallas esas medallas, ahora son también objetos únicos que garantizan como ningún otro la celebridad y la memoria.

Mejor dicho: ahora no son solo medallas esas medallas, ahora son también un juego de palabras. No se me ocurre un mejor premio que ese ni un recuerdo más certero de lo que es Colombia.

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